Leyenda de el Ñandubay

Prosopis affinis Por Serafín J. García

Cuéntase que hace ya muchos siglos, cierta poderosa tribu guaraní estuvo gobernada por un cacique del corazón pétreo, llamado Corumbé, a quien jamás conmovía el infortunio ajeno.

El fiero cacique era padre de una doncella de esplendorosa hermosura, la dulce y tierna Ivotí, único ser en el mundo que él amaba a su modo, con feroz egoísmo, y cuyos encantos múltiples desvelaban a los mejores guerreros de la tribu.

Entre estos guerreros destacábase por su intrepidez, su coraje, su destreza y su fuerza, el que respondía al nombre de Umanday, que era en la carrera, ágil como un guazubirá, certero en el flechazo como el jaguar en el salto, y de una agudeza visual que bien podía competir con la de los halcones.

El corazón de la bella Ivotí no era insensible, por cier, a los requerimientos del apuesto Umanday, con quien cambiaba miradas furtivas pero cargadas de promesas de amor, cada vez que podían ambos burlar la vigilancia del celoso padre.

Tras constantes acechos y largos días d frustradas esperas, el joven indio consiguió cierta tarde verse a solas con la moza, aprovechando la circunstancia de que el cacique había salido de caza.

Pero he aquí que cuando la pareja se encontraba con las manos entrelazadas, intercambiando las más dulces palabras de cariño, y sin acordarse en absoluto del feroz Corumbé, éste apareció de improviso en el claro bosque donde se habían reunido los enamorados, interrumpiendo con curiosos gritos y terribles gesticulaciones a aquella idílica escena.

-Traidor!!!- gritó el cacique dirigiéndose hacia el joven guerrero- Es así como me pagas la confianza que siempre te he dispensado? Ahora mismo te mataré como a una víbora!

-Amo a su hija y quiero desposarla. Ese es mi único delio. Puede matarme, si lo entiende justo, pero me defenderé.

Entonces el desalmado Corumbé tuvo la idea diabólica, brutal, como todas las que germinaban en su cerebro cruel.

- Te pondré a prueba para saber si eres digno de Ivotí- dijo al enamorado mancebo-

Tendrás que permanecer, de pie en este mismo lugar, sin dar un paso siquiera, hasta que yo regrese, dentro de tres días. Si me desobedeces, la guardia que dejaré custodiándote te acribillará a flechazos de inmediato.

En cambio si te mantienes firme, será tuya la mano de mi hija.

- Acepto- respondió con voz firme y actitud serena el apasionado Umanday.

Y acrecentada por el amor su naturaleza y entereza, aguardó sin moverse a que transcurriera el plazo.

Llegó la noche. Amaneció el nuevo día. Volvieron las tinieblas. Vino otra vez la aurora. Y el animoso indio proseguía de pie. Los ardientes rayos del sol estival taladraban su cráneo. Tábanos y jejenes le hundían ávidamente el aguijón en las carnes. Aviesos cuervos revoloteaban sobre su cabeza.

Para ahuyentar el sueño se mordía los labios y clavaba sus uñas en el pecho. Pero el cansancio y el sufrimiento iban doblando poco a poco sus piernas, que no cambiaban de sitio, sin embargo , expiró el plazo fijado sin que Umanday, ya inconsciente, se diera cuenta de ello.

Recién a los cinco días hózose presente en el lugar el bárbaro cacique. El joven indio ya no respiraba. Pero seguía erguido sin embargo.

Trémulo de espanto, Corumbé lo empujó con violencia, sin lograr derribarlo.

Entonces miró hacia abajo y advirtió que los pies de Umanday estaban enraizados en la tierra, que sus retorcidas piernas habíans unido formando un durísimo tronco de de corteza grisácea, que de su cabeza y cuerpo brotaban ramas espinosas, duras y retorcidas también.

Tupá acababa de realizar un milagro. Y a su conjuro había nacido el Ñandubay, árbol sufrido y recio como el indio que lo sustentara con sus nervios y músculos, con poderosos huesos y con su sangre bravía e indomable.

Por Serafin J. García

 

(Almanaque BSE)

(Imágenes de Internet)

Compartir