Leyenda del Arrayán

Blepharocalyx salicifolius Por Serafin J. García

A la inversa del espinillo, que necesita para vivir a sus anchas mucha luz y mucho aire, y que por eso mismo crece en las afueras del monte, el arrayán, más delicado y sensible, prefiere aquellos sitios recatados, húmedos y sombríos, donde la protección de los demás árboles pueda evitarle el rigor directo del sol y de los vientos. Al igual que el sarandí y el sauce, es de naturaleza hidrófila, y por eso se desarrolla con mayor lozanía y fuerza en las márgenes de los ríos y arroyos, cuya proximidad busca siempre, por obra de un ineludible y certero imperativo vital.
Mucho antes de que tuviera ocasión de conocer y apreciar directamente su tierra gracia y su belleza frágil, érame familiar la inconfundible fragancia con que este simpático árbol nativo embalsamaba el monte en primavera y verano.
Yo no lograba darme cuenta, entonces, de dónde procedía aquel aroma fresco, suave y persistente a la vez, que sobreponiéndose a los demás olores vegetales, impregnaba por completo el aire con sus efluvios gratísimos, y que me producía al aspirarlo una dulce sensación de bienestar.
Atribuíalo a los distintos árboles en flor por entre los cuales me deslizaba, acicateado por mi infatigable curiosidad infantil. Pero al acercarme a unos y otros, comprobaba el error en que incurriera, pues ninguno de ellos exhalaba aquel singular perfume cuyo origen teníame intrigadísimo.
Y fue, como de costumbre, mi amigo Fausto Ruis, conocedor admirable de los más íntimos secretos de la naturaleza, quien me develó el misterio cierta tarde de diciembre, mientras le acompañaba en una de sus habituales incursiones al monte.
- ¿Qué flor es la que da ese olor tan agradable? – le pregunté al verle aspirar con fruición una oleada de aquel exquisito aroma que la brisa acababa de traernos.
- ¿Qué flor? Son miles de flores pequeñitas y escondidas las que le producen – me respondió sonriendo -. Hace tiempo que te noto empeñado en averiguarlo por tus propios medios. ¿No es cierto?
- Es cierto, sí. Y ahora, y podrás satisfacer bien pronto tu curiosidad.
Dichas estas palabras, me condujo por entre lo más tupido de la maraña hasta la orilla misma del arroyo, y allí entre una abigarrada profusión de árboles y plantas trepadoras que lo cercaban por todas partes, como queriendo sustraerlo de tal modo a nuestros ojos, señalóme un hermoso arbusto cuya altura no sobrepasaba los dos metros. Sus hojas lanceoladas, de un verde reluciente, balanceábanse con graciosa suavidad al contacto de la brisa.
Y en los extremos de sus finas ramas agrupábanse, en apretados corimbos, unas florecillas de modesta apariencia, que a nadie podían llamar la atención dadas su pequeñez y su humildad, y cuyo color, nada atractivo por cierto, oscilaba entre el blanco y el amarillo desvaído. Pero era tal la fragancia que de ellas emanaba, que bastaba por si sola para compensar con creces la falta de otros encantos.
- Ahí tienes el árbol que buscabas – me dijo Fausto -.
Se llama arrayán. Su madera blanda y quebradiza sólo sirve para alimentar fuegos livianos, pero eso poco importa, ¿no te parece? Basta con que perfume el monte como lo hace, con su aroma incomparable, ya que esa es la grata misión que le ha encomendado la naturaleza.
Comprendí que mi viejo amigo tenía razón, como siempre. Y desde aquella tarde, fue el arrayán mi preferido entre todos los árboles de la flora autóctona.
Serafín J. García.

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